23 de agosto de 2013

Purgatorio

Es difícil encender un cigarro bajo la lluvia aunque se tenga un paraguas negro que bloquee el viento. Era cerca de la hora del café y las campanas de la iglesia anunciaban el arribo de una nueva hora. Por la cantidad él pudo contar que eran las cinco de la tarde. Él era la única persona a los pies del santuario, recordaba los tiempos donde no se necesitaba salir a la calle para disfrutar del humo adictivo de un cigarrillo. También las imágenes venían a su mente de la última vez que puso un pie en una iglesia. Varias décadas habían pasado y todas aquellas oraciones que le enseñaron sus padres ya habían escapado de su cabeza.

El fuego ya había alcanzado a ese filtro que antes era blanco, quemando todo el tabaco en su paso. Con un rápido movimiento lanzó la colilla del cigarro a una alcantarilla que rebosaba de agua por la lluvia. Subió las escaleras de aquella iglesia con una mano en su bolsillo y la otra sosteniendo el paraguas, el cual al entrar lo colocó en la entrada. Filas de bancas de madera lo esperaban, cada una de ellas vacías mostrando marcas de constante uso durante el tiempo. Esperándolo al final del salón se encontraba la imagen de un carpintero crucificado con su sangre pintada de un color vino desgastado.

Eligió sentarse en la mitad del salón, no podía quitarle la mirada a la imagen del mártir. La sangre pintada le hacía recordar las imágenes de la razón por la cual volvió al mismo lugar que una vez juró no volver a colocar un pie en su vida. Había regresado al templo del Dios de sus padres y sus antepasados, un Dios en el cual él no creía y en algún momento blasfemó en contra de él. Interesante como aquella culpa que corrompe el alma puede romper juramentos con tal de alivianar el sentimiento.

Él se arrodilló en su lugar y extendió sus manos de la manera como se le había enseñado. A sus ojos sus manos estaban sucias y contaminadas por toda la sangre que había derramado. Cada dedo teñido en rojo carmesí, su pulso temblaba con ese sentimiento de suciedad. De todas las personas él era el menos indicado para estar pidiendo perdón por sus actos tan atroces.

Durante meses noticias sobre él inundaban los medios de comunicación, o más bien eral los recuentos de sus acciones. Los reporteros no conocían su identidad así que decidieron darle una. Lo llamaban el asesino del valle, nombre que él detestó durante tanto tiempo. Él coleccionaba cada recorte de periódico que hablaba sobre sus acciones. Cada una de las noticias sobre las once mujeres que asesinó en el lapso de quince meses.

Cada una de ellas parecidas entre sí, mujeres castañas cerca de sus treinta años que caminaban solas el trayecto de sus distintos trabajos a sus hogares. Ninguna de ellas se conocía entre sí. Un grupo de desconocidas con la mala suerte de aceptar la ayuda de un hombre sediento de sangre fresca. Aprovechando la inocencia y la desconfianza de las mujeres se acercaba a ellas con la historia que por la zona habían ladrones y les pedía compañía mientras caminaba a su hogar. Cuando tenía la oportunidad utilizaba su fuerza para llevaras a lotes abandonados donde iba a ser su lugar de perdición.

A todas ellas les llamaba por el mismo nombre, aquel de la mujer que le destrozó su corazón en pedazos. Desde sus entrañas era una venganza por una infidelidad que sucedió cuando era adolescente. Las dominaba contra el suelo colocándose encima de ellas. Con una sonrisa en su cara colocaba un acero de doble filo justo en el corazón de sus víctimas. Eran momentos mientras la luz escapaba de sus ojos. Retiraba el acero permitiendo a la sangre fluir hacia el exterior.

Sin una gota de sangre en su ropa se levantaba para tomar una imagen mental de su crimen. Una sonrisa se dibujaba en su cara mientras retiraba sus guantes los cuales evitaban dejar huellas que lo incriminaran al homicidio. Caminaba a su hogar sonriente como si fuera un mortal común y silvestre. Cada uno de los asesinatos le producía placer y orgullo pero lo que más disfrutaba era el hecho de que podía seguir cumpliendo sus deseos ya que no lograban identificarlo. Su impunidad era su medalla de oro y secretamente la disfrutaba. 

Unos meses atrás todos aquellos rostros de sus víctimas comenzaron a inundar sus sueños. Despertaba sudando frío y temeroso de esa persecución dentro de sus sueños. Imágenes etéreas que le quitaban la paz y llenaban su alma de culpa. Cada noche se convertía peor que la anterior, las fotografías mentales ya no deseaban permanecer solo en sus sueños y se inmiscuían en su diario vivir.

La culpa se convirtió en su diario vivir, un demonio susurrando al oído a todas horas. Su alma se rompió en pedazos ante la presión necesitaba liberarse de su tormento. No podía regresarles la vida a todas esas mujeres, él no era un dios todopoderoso aunque durante mucho tiempo actuó como el ángel de la muerte. Tal vez un verdadero ser supremo podía purgar todas sus acciones y retornarles la paz que había perdido.

Frente a la imagen de la crucifixión comenzó a llorar, lágrimas de culpa que se encontraban retenidas por mucho tiempo, desahogaba sus sentimientos que tenía atrapados. La lluvia sonaba en el techo del recinto y la luz del sol comenzaba a escapar para darle paso a la noche. Dentro de la iglesia solo se escuchaba su llanto amargo. Se encontraba solo abandonado por la sociedad. Abandonado por un Dios que él mismo decidió alejar.

La sangre debía ser pagada por sangre, y en su mente la única forma de purgar sus pecados es sufrir ante ellos. Con el mismo acero que asesinó a mujeres inocentes ahora se encontraba penetrando su pecho, destrozando su corazón al igual que a sus víctimas. El aliento escapaba por última vez mientras susurraba sin fuerzas sus últimas palabras. "Perdón."

R.A.Pastor

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